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lunes, 16 de diciembre de 2013

Los saqueadores de siempre


En medio de los abusos en los precios, la evasión impositiva y la especulación en todas sus variantes por parte de los que más tienen, sorprende que un empresario actúe de manera diferente. Claudio del Valle, de la localidad bonaerense de Puán ya obsequió dos casas a sendas familias desalojadas. De película edificante. Pero asistió a los remates, las compró y se las devolvió a sus antiguos habitantes. Esto es lo que debería propagarse, en lugar de las rebeliones policiales. Si bien lo deseable sería que la generosidad se contagie entre los que viven en la abundancia, lo que uno suplica, al menos, es que dejen de pugnar para absorber cada vez más. Si eso es lo que atraviesa toda nuestra historia: los embates de los que quieren quedarse con todo pasándonos por encima. Con la complicidad servil de jueces y políticos, son los que siempre se quejan, enfurruñan, conspiran y mienten a través de todos los medios que tienen a su alcance. Sin reparos, son los que expanden las estrecheces y acaparan la abundancia y después, en misa, lagrimean un poquito cuando el cura habla de los pobres, sin sospechar siquiera que son ellos quienes los fabrican.

Propaladores de un sentido común demoledor, apuestan a que el país estalle porque en las crisis es cuando más ganan. Protegidos, adulados, idolatrados cuando en realidad, deberían ser repudiados por su incontrolable avaricia. 

Pero tener esto en claro significa comprender muchas cosas. En primer lugar, que el Poder ya no es uno solo, como en otros tiempos. En los comienzos de nuestra treintañera democracia, Raúl Alfonsín intentó educar a las bestias para que acaten las instituciones y se comprometan a pensar en el país. Pero no, para los patricios es más importante llenar sus arcas que vivir rodeados de equidad. Y el entonces presidente tuvo que optar entre sus principios o la estabilidad constitucional, aunque sabía que formaban parte de lo mismo. A pesar de sus lúcidos y encendidos discursos, Alfonsín no pudo cumplir con todos los sueños. Sí con el más trascendente: entregar la banda a otro presidente elegido por voto popular. Eso sí, seis meses antes de terminar su mandato, porque la ansiedad de los carroñeros era descomunal y la crisis híper inflacionaria, angustiante. 

Durante la década de los noventa, la identificación entre el Poder Político y el Económico llegó hasta el romance; una luna de miel que resultó demasiado amarga para los ciudadanos de a pie. La transferencia de recursos de los menos favorecidos hacia las minorías enriquecidas fue la constante y el vaciamiento del país, un nefasto ideario que vulneró nuestra soberanía. Y la corrupción política –real y desfachatada- nos hizo creer que sólo allí estaba el problema. El nuevo siglo nos esperaba con la peor crisis de nuestra historia y los que más se beneficiaron observaban, conmovidos, la miseria en la que nos había hundido tamaña avaricia. Por unos años se portaron bien. Hasta parecían acompañar el camino hacia la recuperación de nuestra malograda economía. Pero no: sólo estaban esperando que las arcas públicas vuelvan a llenarse para comenzar a saquearlas otra vez. 

Sin embargo, esta vez no les resulta tan sencillo. El Estado versión K no está dispuesto a ceder tan fácilmente. Con sus errores y contradicciones, desde 2003 el Gobierno Nacional está decidido a controlar a las corporaciones, como intentó Raúl Alfonsín treinta años atrás. Con este breve recorrido por la historia reciente se podrá comprender el escenario actual. Los argentinos estamos ante una lucha trascendental: por primera vez en mucho tiempo el Poder Político trata de encuadrar al Poder Económico en objetivos que nos beneficien a todos. La tan mentada redistribución del ingreso, que no es la revolución bolchevique, que no busca que los ricos se vuelvan pobres –aunque dan ganas- ni que sean confinados a una isla desierta con apenas algunas pertenencias. La propuesta del kirchnerismo es el crecimiento de todos y lo único que les pide a los que más tienen es que ganen un poco menos y que cumplan con sus obligaciones impositivas. Aunque parezca mentira, por esto están como locos.

Estocadas, resistencia y complicidades

Después de derrocar a Rosas, el país se construyó a la medida de la oligarquía terrateniente, en detrimento de la mayoría empobrecida y explotada hasta la llegada del radicalismo, que logró algo de dignidad para la clase media y no demasiado para los menos favorecidos. En 1930, los patricios estrenan el primer golpe de estado militar que desde entonces comienza a ser el recurso para limitar a los gobiernos democráticos. Aunque suene un poco ridículo –y también perverso-, ellos mismos provocaban las crisis que después tenían que solucionar los gobiernos de facto. Sin exagerar, las crisis institucionales son resultado de un exceso de angurria, una gula desmedida que enceguece a los afectados. Aunque nadie pueda negar nada de esto, a pesar de que ya sabemos quiénes son los responsables de provocar tanto dolor, jamás han sido castigados por su accionar. 

Recién ahora –con mucha modorra, eso sí- comienza a juzgarse a los instigadores y beneficiarios de la última dictadura. Sin embargo, quienes pergeñaron la híper inflación de finales de los ochenta y el vaciamiento que desencadenó el estallido de 2001 siguen gozando de sus bienes mal habidos. Al contrario, el presidente de prepo Eduardo Duhalde los premió con la pesificación asimétrica, que cargó sobre las espaldas de todos la deuda de unos pocos. Alguna vez tienen que pagar tantos desmanes.

Mientras el botín conseguido con la rapiña descansa en algún paraíso fiscal, apelan a sus más funestas tretas para doblegar al gobierno de CFK o aniquilarlo para siempre. Por lo que ha ocurrido en estos días, el año y pico que queda para que termine su mandato será más que movidito. Salvo que la Comisión Investigadora y algunos jueces se pongan a trabajar con el compromiso de encontrar la punta de este ovillo que tanto dolor ha causado. No basta con descubrir a algunos policías con bienes sustraídos durante los saqueos ni tampoco con revelar a los punteros que alentaron el vandalismo: hay unos pocos que, apoltronados en sus mullidos sillones, idearon este plan desestabilizador y, desde cómodas oficinas con aire acondicionado dieron la orden para ocasionar el primer foco del incendio que están planeando. Aunque parezca paradójico, sabemos quiénes son, pero faltan los nombres. 

Una democracia en serio no puede prosperar cuando gobiernan los que jamás son votados. Un país justo debe lograr que todos sus habitantes gocen de los bienes que se producen en todo su territorio y debe educar a los que tratan de impedir que ese objetivo se logre. Si no aprenden, las autoridades deben aislarlos para evitar un perjuicio para el resto. La inseguridad también es el hambre, la angustia, la exclusión que provocan estos individuos cuando dan rienda suelta a su egoísmo.



Por: Gustavo Rosa.

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